Desnudas fueron siempre las manos de mi abuela. Desnudas desde que amanecían hasta la hora en la que, con dos dedos al modo de pinzas, apagaban las velas por todas las dependencias de la cuartería que se quería casa. Acostumbrados a los hierros calientes con los que planchaba la ropa parecían no quemarse. A veces se los mojaba con los labios por costumbre más que por lo caliente que iban a tocar. Siempre creí que se los acariciaba con un beso: como aquél que, imitándola, nos enseñaba darle a un trozo de pan recogido del suelo. También creí, durante mucho tiempo, que sus labios eran un termómetro porque, dejándolos un rato pegados a nuestra frente, nos medía la fiebre con ellos.
Lo cierto es que, desde muy pequeño, entendí que había una estrecha relación entre su boca y sus manos. Con unas callaba a la primera y con la otra, en silencio, dejaba decir a las segundas. Recuerdo que con éstas le hablaba a la barriga de mi abuelo. Para ello echaba un chorrito de aceite de comer sobre su estómago y se lo restregaba lentamente. El viejo daba suspiros nerviosos y movía la cabeza de un lado hacia otro sobre la almohada. Ella callaba aunque yo, escondido tras la cortina, la veía mover los labios. Apenas oía lo que decían pero escuchaba claramente cómo sus manos hacían hablar a las tripas que masajeaba del mismo modo que gritaban las mías cuando tenían hambre. Un día le pregunté que para qué hacía eso pero me hizo callar levantando un solo dedo. Y, abanando la mano en el aire, me mandó al patio.
Acababa de cumplir ocho años la tarde en que unos buñuelos de viento, hechos con harina de nubes, atravesaban el cielo de banda a banda justo sobre el horizonte. Iban rellenos del agua que esperaba ver caer sobre su cosecha. Llovió con ganas los días anteriores y bromeaban mis hermanas mayores con que a la borrasca le habían puesto su nombre. Entonces ella ya no entendía nada y durante las últimas semanas permanecía acostada en su cama con las manos cruzadas sobre el regazo. Ella, que supo mucho de ovejitas y celajes. Ella, que con sus manos mecía a la luna que acunaba las estrellas. Tal vez fuera esa la razón por la que los cabellos de los ángeles, cuando escampó el temporal, amanecieran dentro de todas las calabazas de la huerta. Mamá lloró mucho el día en que abuela Emilia se durmió para siempre a la hora de la merienda. Yo lloré aún más porque, hasta que se hizo de noche, no me dijeron que era sordomuda.
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