Elías González
Apareció en las vísperas de San Juan, asomando por las últimas vueltas del camino que caía sobre Cueva Blanca. Los silbidos que hacía sonar desde la loma anunciaban su llegada y los griteríos de la chiquillería alborotada en el patio de las cuevas respondían a su aviso. Elías González vestía una chaqueta vieja, remendada y de no muy buen olor. Puede que fuera gris o negra, o que en algún momento de su existencia reflejase claramente cualquiera de los dos colores y que ahora se viera así de la suciedad que llevaba encima. De un par de tallas mayor de la que le correspondía le tapaba gran parte de los pantalones, del mismo color del que no sabríamos decir de la desvencijada prenda. A Elías le faltaba un brazo, recogiéndose la vacía manga en un amarre rudimentario a modo de botana. Y el brazo que le faltaba era la cuestión por la que su vida transcurría sobre un rosario de miserias y hambres, teniendo pocas ocasiones y menos manos aún con las que poder ganarse la vida. Ordeñar y cuidar...