Elías González





Apareció en las vísperas de San Juan, asomando por las últimas vueltas del camino que caía sobre Cueva Blanca. Los silbidos que hacía sonar desde la loma anunciaban su llegada y los griteríos de la chiquillería alborotada en el patio de las cuevas respondían a su aviso. Elías González vestía una chaqueta vieja, remendada y de no muy buen olor. Puede que fuera gris o negra, o que en algún momento de su existencia reflejase claramente cualquiera de los dos colores y que ahora se viera así de la suciedad que llevaba encima. De un par de tallas mayor de la que le correspondía le tapaba gran parte de los pantalones, del mismo color del que no sabríamos decir de la desvencijada prenda. A Elías le faltaba un brazo, recogiéndose la vacía manga en un amarre rudimentario a modo de botana. Y el brazo que le faltaba era la cuestión por la que su vida transcurría sobre un rosario de miserias y hambres, teniendo pocas ocasiones y menos manos aún con las que poder ganarse la vida. Ordeñar y cuidar animales no se lo permitía su condición de manco. Segar y trabajar los campos tampoco. Parecer ser que la limosna sería la vocación impuesta a la supervivencia de su mutilado cuerpo. Por ello apareció Elías González, casi ya anocheciendo, por las luces de la hoguera de San Juan que iluminaban los patios y la noche cumbrera. Nada más llegar presentó su entrada, haciéndolo de la mejor manera que sabía.


Yo me atrevo a ser majadero

y a andar con majaderías. 

Yo me atrevo en quince días

de formar el mundo entero.

También  me atrevo sin dinero

de montar una cantina,

y también sin medicina

hacer a un muerto vivir,

pero no me atrevo de subir

a las Lomas de Molina.


A modo de cuentacuentos se procuraba Elías el sustento de su vida. Acudía a reuniones familiares donde cantaba poesías y recitaba cantares. Con su arte conseguía ablandar los corazones piadosos que llenaban su talega de pan, queso y gofio. Pero también consiguió su arte encandilar la atención de muchos de los que lo veían y escuchaban. De esta manera, su función de juglar y trovador grabó en muchas memorias recuerdos de historias y noticias que se transmitían por el aire, por la palabra contada, por los narradores orales que, como Elías, permitieron que atravesaran y residieran en el tiempo.


El hombre ha de ser

pero bien requetefeo

porque bonito no creo

que haga feliz a una mujer.


El hombre ha de tener 

el valor que se necesita

y aunque sea cosa exquisita

que nadie se asombre,

debe parecer un hombre

y no una señorita.


Porque el que al espejo se mira

porque se cree muy bonito

es que le tiene miedo a la vida,

es que se cree un señorito.



Al acebuche

no hay palo que le luche.

Al escobón 

le dio un bofetón.

Al brezo y el escobezo

le dio por los besos.

Al almendrero

le dio dos “caidas” en el terrero.

De la melosilla

hizo astillas.

Al barbusano

no le dejó un hueso sano.



Y amenizaba la velada Elías González contándoles la aventura de aquellos dos hermanos pequeños que viajaron de polizones en un barco hacía Cuba. Como éstos se habían quedado huérfanos vivían de las limosnas que de ellos se apiadaban. Pero un día vieron la ocasión que sólo los niños son capaces de ver. Se agarraron a los pantalones de un grupo de gente que subían por la pasarela de un barco y consiguieron adentrarse a bordo. O bien pasaron inadvertidos o la desatenta tripulación pensó que eran hijos de quienes se embarcaban. El caso es que a Cuba llegaron. Una vez allí, el más pequeño se internó por la puerta abierta de una fonda. A base de recoger platos y fregarlos consiguió comida. El mayor se alistó en el ejército. Sus vidas se separaron, olvidándose el uno del otro. Pero al cabo de diez años terminaron encontrándose nuevamente. Uno ya era teniente y desfilaba orgulloso con las milicias victoriosas por la plaza del pueblo. El que seguía con su vida de pobre acertó a verlo aquel día. Se encaramó en un alto de la plaza y le cantó, le cantó lo que Elías cantaba a las gentes de Cueva Blanca, lo que Elías González cantaba y contaba en esa noche de hoguera de San Juan a los chiquillos, a Antonia, a Maria, a Manuel Guedes. Y Manuel, algún día, después de muchos años, nos cantaría y contaría lo que Elías cantaba.


Hermano, tú que eres teniente

de Cuba Libertador,

mira que yo soy un español

y un guerrillero caliente.

Yo peleo de frente a frente

y no como tú me decías,

que aunque España esté perdía

yo vivo en la conformidad

de no olvidar a mamá

hasta nuestros últimos días.


              ...se me quedaba en la cabeza.

 Nos llamaba la atención

 porque no se  oía hablar de otra cosa

…sino esos señores que venían hablando…

…como Elías González…

 y  así se me quedó en la cabeza.

(Manuel Guedes Rodríguez)

 

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