Arados en las paredes
En muchas de aquellas casas tradicionales —las que las tejas protegían de la lluvia y las parras resguardaban del sol—, un arado colgaba en la pared del patio. Más que por adorno, el campesinado canario encontró en esos muros la solución que le permitía guardarlo cuando su tiempo de uso concluía cada año. De esta manera, la madera —presente en todas sus partes— se protegía de la humedad de la tierra. No se colocaba ahí por capricho. La lógica secreta del mundo rural descubría en esa pared un refugio estacional y, al colgarlo, la familia se despojaba de parte del peso que cargaba sobre sus espaldas. También de los surcos invisibles del esfuerzo, esos que no aparecen en las etiquetas de los sacos de papas. Colgar el arado era protegerlo de la lluvia, de la carcoma, de la vejez. Colgarlo era también descansar del trabajo, como quien cuelga las fatigas y los sudores al final de un día largo. O como quien apaga la llama de una vela: no para negar la luz, sino para encender el sueño del desc...