Borrasca Herminia
Borrasca Herminia Desnudas fueron siempre las manos de mi abuela. Desnudas desde que amanecían hasta la hora en la que, con dos dedos, apagaban las velas por todas las dependencias de la cuartería que aspiraba a ser casa. Acostumbrados a los hierros calientes con los que planchaba, parecían no quemarse. A veces se los mojaba con los labios, por costumbre más que por lo caliente que iban a tocar. Siempre creí que se los acariciaba con el mismo beso que, imitándola, nos enseñaba darle a un trozo de pan caído al suelo. También creí durante mucho tiempo que sus labios eran un termómetro: media la fiebre con ellos dejándolos un rato pegados a nuestra frente. Desde muy pequeño entendí que había una estrecha relación entre su boca y sus manos. Con unas callaba a la primera y con la otra, en silencio, dejaba decir a las segundas. Recuerdo que con éstas le hablaba a la barriga de mi abuelo. Para ello echaba un chorrito de aceite sobre su estómago y se lo restregaba lentamente. El ...