Languidece la casa
Languidece la casa Las casas —aquellas que un día fueron el centro de las conversaciones que escuchamos, los olores que respiramos y la infancia que fuimos— se mueren como cuerpos sin nombre. Languidecen en un desaliento que nos habla sin dientes y balbucean entre legañas de piedra mientras nos escupen, con cortesía a punto de morir, la saliva seca de un pasado que ya nadie quiere recordar. Ya olvidamos quiénes las levantaron, quiénes cosieron las cortinas de sus ventanas y quiénes fueron a sentarse en la puerta de la entrada a ver cómo caía la tarde. La memoria se nos escurre entre sus rendijas, igual que la luz al atardecer, y nosotros, distraídos por los destellos del presente, no advertimos que en cada grieta se va hundiendo un fragmento de nuestra propia historia. Frente a ella, los molinos nuevos giran con una letanía moderna. Y su zumbido ahoga lo poco que queda del aire que una vez soplaron estos vientos. Todo lo que fue casa se ha vuelto ruina; todo lo que fue hoga...