La Revoliá: el empeño de la insistencia
Seguramente hay cosas que se salvan porque alguien se empeña en insistir. Y no porque lo exija alguna ley o sea el mercado quien lo recompense de alguna manera. Más bien el asunto tiene que ver con una intuición —casi siempre silenciosa y nada cotizable en bolsa— que, al perder determinados juegos, gestos o prácticas, también perderemos parte de nuestra alma colectiva. Por eso, tal vez, un artesano cepilla un listón de pino. Después, ya redondeado y hecho garrote, será encabado con un regatón para convertirse —como herramienta— en una extensión del cuerpo que medirá sus saltos con los pies bien clavados en la tierra.
Cerca de él, unos rolos —o troncos de plataneras— reposan en el suelo como si fueran las vértebras de una bestia desaparecida. Al lado, una palangana grande rebosa agua y paciencia. Y unas manos sacan tiras mojadas sobre un rastrillo que las peina. En otra esquina, alguien repara el agujero de un zurrón con un botón de madera para que no pierda la leche de sus entrañas. También escuchamos el sonido de las cencerras que acompaña a un pastor que nos habla de los ecos del ganado: de cómo la música sube por las laderas y luego baja hasta el llano convertida en un sonido que nos dice por dónde andan las cabras. A lo lejos, corta el aire un silbo con un mensaje que busca respuestas. Porque el silbo es una pregunta que sube, baja y serpentea como los caminos de la cumbre.
Otra persona, en un rincón del mismo empeño, levanta un arado al aire. No lo hace para cultivar los campos, sino para no olvidarse de ellos. Manos y cuerpo lo elevan con una mezcla de fuerza y destreza. Y, ya en todo lo alto, sus ojos no dejan de mirarlo: como si en ese gesto se reconociera la raíz de algo mayor. Cerca, los garrotes no se enfrentan: se buscan en un juego sin violencia. Hay un pacto, un acuerdo sin palabras donde la lucha ha sido sustituida por la confianza. Y en ese acuerdo, los dos cuerpos recuerdan a quienes los enseñaron.
En la plaza de un pueblo, sobre carros de cojinetes, juegan niñas y niños con los ojos abiertos de asombro. No hay pantallas ni baterías que necesiten recargarse. Tampoco instrucciones. Solo gravedad, ruedas y libertad. En esa velocidad imperfecta, con frenos siempre improvisados, viaja algo más que una infancia: viaja la forma de recordar cómo se juega, cómo se existe.
En la misma plaza, los trompos dan vueltas de la misma manera en que giran los pensamientos. Saltan, bailan, se paran y renacen al enrollarlos una y otra vez en el mismo hilo. Una persona mayor —una, dos o muchas— se une al juego, volviendo a lanzarlo como si la infancia pudiera convocarse una y otra vez.
Se empeña La Revoliá en estas prácticas: las protege, las alimenta, las quiere vivas. Se empeña en que el arado se levante y lo levanten, en que al garrote lo entiendan. En que sean los palos los que jueguen y el trompo no se detenga. Que no se oxiden los ejes abandonados por pereza. Que las plazas no se llenen solo de sombras y de bancos sin nadies. La Revoliá insiste no solo en conservar por conservar, sino en mantener vivo lo que aún late. Insiste en los patios de los colegios porque el conocimiento quiere entrar por las manos. Y se empeña, con insistencia, en las plazas de los pueblos porque lo común es posible que aún salte, sude, cante y juegue.
Se empeña, incluso, en que no olvidemos que la historia también puede caber en un botón de madera, en un zurrón cosido o en un molino de piedra. Se empeña en cosas muy simples como en lo necesario de la simpleza. Se empeña, en definitiva, en que el ingenio no se esconda y en que la cultura no se disuelva en conversaciones que no muerden: en esas que apenas nos inquietan. Porque la cultura, cuando se olvida, no muere: se escurre entre los dedos. Y La Revoliá, en su empeño de sostener un garrote con su antiguo equilibrio, insiste en recogerla con una mano mirando al cielo y otra hacia la tierra.
para hierbolario.blogspot.com,
Eduardo González.

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