Con los cueros en las manos
Desde los tiempos que la memoria de nuestros abuelos alcanza a recordar, los pastores canarios han utilizado las pieles que los animales de sus ganados le proporcionaban para confeccionar diferentes útiles que les resultaban imprescindibles en sus quehaceres diarios: hondas para lanzar las piedras, zaleas para las cunas y camas de los niños, zurrones para amasar el gofio, batijeros para el transporte de la leche, correas e hilos con los que coser, faldiqueras y delantales, elementos contenedores, cajeros, sacos, morrales, etc…
La piel animal, rudimentaria, consecuente y convenientemente preparada, era para ellos una materia prima que se prestaba para todos estos múltiples usos. Es la razón de la lógica aplicada a la necesidad. Pero habremos de remontarnos hasta tiempos muy remotos, hasta aquellos en los que el primitivo ser humano se dio cuenta que la piel animal recién despellejada poseía unas cualidades de flexibilidad, resistencia y abrigo nada despreciables, para encontrar el origen y sentido común a estas aplicaciones.
En aquellos principios seguramente comenzó a utilizarlas tal y como las obtenía de los animales, sin proceso alguno de preparación. Pero rápidamente comprendió, en un sencillo y natural proceso de observación, que dichas pieles, a medida que se secaban con el paso de los días, perdían flexibilidad, adquiriendo progresivamente una rigidez característica derivada de su propia naturaleza. Entonces observaría que la piel rígida y acartonada volvía a adquirir flexibilidad nuevamente cuando se volvía a mojar. Este estado de elasticidad y suavidad fue puesto a prueba por sus manos, mojándolas repetidamente y aplicándoles zarpazos y restregones contra las piedras en un intento de recuperar las propiedades de las que éstas eran poseedoras. Y seguramente es ahí donde tenemos el origen de la preparación y posterior "curtido" de las pieles.
El paso del tiempo les enseñaría a emplear toscas herramientas con las que rasparlas, alisarlas y estirarlas. Aprendería que la sal, la ceniza y el humo les valdrían para evitar que larvas y gusanos las dañasen y pudriesen. Y entre tanta ida y venida a las aguas de los ríos o de las playas, entre tanto lavado redoblado y multiplicado que se llevaba por el aire y la fuerza de la marea los pelajes y pelambres de lo que era empleado como sencillas vestimentas, aprendería a depilarlas y afeitarlas. Muchos siglos hubieron de sucederse para que emplearan sustancias vegetales con las que teñirlas. Y posteriormente, de tanta inmersión en tinturas que poseían las propiedades de las plantas usadas, llegarían a darse cuenta que éstas influían no sólo en el color obtenido, sino que además contribuían a su suavidad y conservación.
Deduciendo que la actividad pastoril en estas islas fue desarrollada con bastante entendimiento por sus antiguos pobladores y que dicho entendimiento no desapareció a pesar de la aculturación a la que fueron sometidos sus conocimientos, podemos llegar a la conclusión que el trabajo realizado con las pieles en la actualidad tiene su origen en un pasado que se transforma, pese a las dificultades por las que ha atravesado, en un presente que se puede tocar con las manos y palpar con la razón. La transmisión oral, al carecer de imprenta que grabe a fuego sus dogmas, oscila, cambia, fluctúa, sufre alteraciones y modificaciones con el paso del tiempo y, como por arte de la misma transmisión, termina desembocando en los orígenes de la que emanó. La antigua población canaria empleó las pieles de baifos por clara necesidad. La diferencia está en que la forma de sobrevivir ha variado y que en medio de las dos hay unos cuantos siglos contados por el almanaque.
para hierbolario.blogspot.com,
Eduardo González.





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