Cuando niño —o cuando aún creía que todavía lo era— leí un libro de relatos donde uno de ellos —que todavía lo era— prendía fuego, con sus lápices de colores, a la esquina blanca de una pared. “El niño tenía los ojos irritados de tanto blanco”, decía la genial Ana María Matute con aquellas palabras que incendiaron mis ganas. Hoy —cuando ya creo que no soy niño— seguramente pueda entender el relato de otra manera. Puedo comprender, por ejemplo, que cuando lo que cruje, brilla y se trenza, se puede desmigajar sobre mi cabeza, en una hermosa lluvia de ceniza, todo aquello que me abrasa.



Ayer volví a recordar, apenas dos años después del suceso, cómo ayudé a alumnas y alumnos de un centro de enseñanza a conseguir que una pared ardiera. Fueron muchas manos las que apretaron pinceles como antorchas en un intento festivo donde los colores incendiaban la esquina del patio de su recreo. Figuras retorcidas, hojas de plantas imposibles y agua que no se puede malgastar, encendieron un mural donde lo verde antes no era posible. Y en medio de todos esos verdes, un pajarillo bebía agua de las gotas que lagrimeaban desde el grifo acabado de cerrar. No sé si el piberío sabía que estaban replantando un bosque en la pared que, día tras día, iba creciendo desde las mismas baldosas del suelo, regadas por sus pisadas, hasta el cielo que les hacía techo. Yo sí lo supe. Yo sí lo creí.



Quizás por eso mi primera mirada, en ese ayer de dos años después, fuera de dolor. Me dolió porque alguien, vestido de blanco —como la pared antes del estallido— ordenó cubrir todo de nuevo —y de blanco— con pintura que olía a leche recién ordeñada. Y cayó, como tetera negra —"…en una hermosa lluvia de ceniza", según dijera Matute— una tormenta que abrasó la revuelta de los colores, sofocándola “asta” el último trazo: un “asta” sin hache y de cuerno afilado que me hizo cornada.



Pero, tal vez, esta clase de incendios nunca se apagan. Quizá lo que llamamos blanco no es más que una capa finísima de cenizas que el viento borra. Y que sigue ahí, esperando que las alumnas y alumnos la vuelvan a encender con sus pinceles. Hoy me doy cuenta de que el fuego de la pared nunca fue solo un mural. Nunca fue un simple gesto de sembrar plantas donde antes había desierto. Fue un intento, uno más, de llenar de color un mundo donde parece que todo se desea blanco pero que, irremediablemente, se teñirá de gris.



A mí me gusta pensar que, algún día, el alumnado recordará que ese fuego, ese incendio en la pared, fue lo que los hizo arder. Y que el blanco nunca los apagó. Como nunca a las coloridas palabras de Ana María Matute las pudo apagar la censura en tiempos de dictadura. Tampoco las ahogó el blanquísimo rojo infarto de un día de junio de 2014. Porque donde hubo fuego en la sangre siempre quedarán brasas que mancharán de todos los colores.


Comentarios

  1. Qué belleza Eduardo, como siempre. Que alguien me explique con qué cuajo se puede hacer borrar un mural donde aparte del color, se aporta conciencia. Tanto blanqueo..... sin castigo.

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