Cuando la palabra mata
La paradoja de discutir definiciones mientras la barbarie arrasa vidas
Termina por resultar paradójico que, mientras miles de personas son aniquiladas bajo las bombas en Palestina, en lugares remotos de la geografía política nos enredemos —desde las Naciones Unidas hasta plenos municipales o redes sociales— en debates obsesivos sobre qué palabra es legítima. Y es paradójico porque lo elegimos: porque nos complace refugiarnos en la disputa verbal, porque nos define como comunidad que se esconde en el lenguaje para no mirar de frente al horror.
Cada vez que la violencia se convierte en paisaje habitual, la discusión se desplaza hacia lo que puede o no puede decirse. Ya no hablamos de los cuerpos enterrados bajo los escombros, de las familias borradas en un segundo, de la infancia arrebatada en la sala de urgencias de un hospital sin techo; hablamos, en cambio, de la semántica. De si es prudente llamarlo genocidio, de si conviene nombrarlo guerra, de si la diplomacia prefiere el término conflicto o enfrentamiento. Como si en la elección de esas sílabas se librara la verdadera batalla.
Hace poco, en un pleno municipal de la Gran Canaria que habito, un concejal leía una propuesta que condenaba lo que no admite otra postura más que la condena. Solicitaba el apoyo de los demás grupos para sacarla adelante. Y aunque consiguió los votos necesarios, lo que debía ser un gesto de unanimidad terminó convertido en una sucesión de turnos de palabra, matices y réplicas, donde lo esencial no era el fondo, sino la forma: cómo quedaba redactada la proposición. Así, el dolor real acabó transformado en retórica; la sangre, en un párrafo discutible.
En un programa de televisión nacional, tertulianos y periodistas analizaban las palabras pronunciadas por Felipe VI en ese atril de la organización que une, dicen, a las naciones del mundo. Se enzarzaron durante horas en torno a un detalle: que el monarca —elegido por designación dinástica de sangre azul— no empleara el sustantivo “genocidio” para nombrar lo que resulta evidente. Incluso se aplaudía lo adecuado que fuera el no emplearlo. El discurso, según se supo, había sido consensuado entre la Casa Real y el Gobierno. Otro ejemplo —hay muchos más— de que nos sobra tiempo para escribir, tachar, corregir y perderlo en elegir unas palabras u otras. Y mucho más tiempo aún en análisis semánticos sobre lo que se dijo y como se dijo. Cada vez queda más claro que nos sobra tiempo. También vergüenza para malgastarlo.
Mientras tanto, al otro lado del mar, pediatras, cirujanos y enfermeras improvisan quirófanos en pasillos, operan sin anestesia suficiente y piden a los familiares que sostengan la linterna del móvil para no perder el pulso de un niño. Ninguno de ellos dispone de tiempo para matizar nada: cada segundo que se pierde en la semántica, alguien lo paga con la vida.
En otro escenario de horror, un bombero excava con sus manos desnudas entre bloques de cemento y hierros retorcidos. Extrae un cuerpo cubierto de polvo blanco, sin saber aún si respira. Ha aprendido a distinguir la vida en el leve temblor de un párpado, en el mínimo movimiento de los labios bajo la ceniza. Para él no hay matices: cada segundo es una frontera entre el rescate y la tumba. Y pienso qué sentiría si oyera que, a miles de kilómetros, alguien discute si lo que atraviesa debe llamarse tragedia, operación militar o limpieza étnica.
Imagino la reacción de una sanitaria palestina, o de cualquier otra nacionalidad, al escuchar —si es que le llega— que en otro rincón del mundo se discute cómo nombrar lo que sufre. Imagino su desconcierto, su rabia, quizá su risa amarga: porque mientras ella decide si amputar o no una pierna, otros deciden si el término correcto es masacre o ataque indiscriminado.
La paradoja, sin embargo, resulta cómoda porque nos protege. Mientras discutimos palabras, evitamos el vértigo de la realidad. En el territorio de la semántica no hay sangre, solo tinta; no hay gritos, solo comillas. Y así conseguimos hablar de lo insoportable sin tener que soportarlo.
para hierbolario.blogspot.com
Eduardo González

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