Cuando el aire llama


 Cuando el aire llama

Le contaba yo hace pocos días, pariente, que ya no se oyen los bucios pregonando, por las calles, viejas ni brecas ni “pescaito partío”. Que el aire, cuando sube de la costa al pueblo, ya no trae ese aliento salado de la mar que anunciaba vida y comida a partes iguales. Pero mire usted por dónde —y será por el son majadero de mis madrugones que remueve lo que uno cree dormido—, me vino a aparecer, entre papeles que se avejentan y cajones que se empeñan en que no, esta foto de Carlitos “el Rastas”, soplando él su bucio con tanto jeito como las ganas bien puestas que tiene y pone.

Déjeme decirle que ni él ni su caracola son de esta Canaria arredondeada nuestra. Cayó por aquí como caen los que siguen la corriente de la vida, sin rumbo fijo, llevado más bien por el reboso de una cuadrilla de palmeros que con sus lanzas —así llaman ellos a lo que nosotros garrotes— recalaron en nuestras Tirajanas hace ya una década, quince meses más o quince meses menos.

Vinieron porque los invitamos, aunque decirlo así es casi como decir nada: que el palmero y el risco se entienden sin avisos de por medio, como se entienden el timple y la folía, que se buscan solos sin que nadie los empuje. El caso, que es lo que me ocupa el pensamiento desde entonces, es que un día de esos en que la caldera se encapota de niebla y el aire parece leche recién ordeñada, nos dio por meterlos por los altos veriles y andenes que nosotros sorteábamos a la tienta unas veces y otras a saltos de “enamorado” y “guindero”, con el vértigo al acecho y el corazón latiendo por puro gusto de estar vivos. Pero ellos, los de la isla bonita, ni tienen hipo para esas cosas ni el rebencazo de un susto hará falta para quitárselo. Estaba claro que no se iban a espantar quienes a Taburiente vienen acostumbrados de chico o de antes —vaya a usted a saber lo que pasa en los vientres de las palmeras cuando están de crianza— y, en esas, cuando la jurria se dispersa y el eco se pierde por entre los lomos del barranco, el bucio se vuelve guía, aviso y compañía.

Soplarlo es como hablar con el aire: el que va delante responde al que queda atrás y entre los dos se teje un hilo invisible que los mantiene juntos, aunque cada cual camine en su risco y con su pensamiento. A veces, ese soplido sirve también para llamar al que se despista por entretenimiento, distraído quizás por un trago de agua o por el olor del potaje que solo hierve en su barriga. Porque para eso son los bucios, pariente: para llamarse, para no perderse, para que el aire sepa todavía el nombre de cada uno.

Y al final, cuando el eco vuelve y la niebla se abre, lo entendemos todos sin decir palabra: que el bucio no era solo para juntarse en el risco, sino también para reunirse —ya con los pies en el llano que los descansa— en la parranda y en el entulle: en ese estar juntos que es lo más parecido que tenemos a la memoria nuestra.

para hierbolario.blogspot.com

Eduardo González


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