Curtir
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Los sobones, amorosos cuando el pellejo ablanda —después de tantos otros que queman por la mucha sal o por el rasposo callao que también muele la mano—, no son para el verano si se gusta de cama tardía. Pero antes de estos —y antes de que el sol nos despierte en las sábanas—habrá que despojar a la piel de todo lo que fue cuerpo: la carne, la grasa y el resto de vida que aún se quiera agarrar a ella. Se cuelga después a la sombra, se deja escurrir y se le da vuelta para que respire. Luego viene la salazón, a puñados y casi siempre sin medida. La sal no se cuenta: se intuye. Ella es quien cierra la herida, quien succiona la humedad y orea lo que aún tiene de animal. En los días de más calor, el aire se llena de un perfume ácido y dulce a la vez, mezcla de aquello que se va y de la piel que se queda, recordándole al curtidor que lo vivo no se abandona del todo: solo cambia de forma.
Cuando la sal ha hecho su trabajo, llega el raspado. Se raspa, se limpia, se elimina el pelo con cuchillo y piedra. El brazo se cansa pero el gesto no cambia: raspar, limpiar, insistir, hasta que la superficie se rinda. No hay tarea más obstinada ni más sincera. Se aprende pronto que la piel tiene memoria: algunas se entregan con docilidad, otras resisten como si defendieran todavía al animal que fueron. Pero todas acaban cediendo a la sal, al brazo y al tiempo. Entonces empieza a oler distinto, como si se despidiera de su dueño y buscara un lugar nuevo en el mundo.
Solo cuando ha perdido el miedo a pudrirse, se lava la piel con agua dulce para decirle a la sal que su tiempo acabó. Y se vuelve a sobar y a raspar. Y se dobla hasta el día siguiente para insistir en lo mismo. Las manos —que al principio herían y se herían— se vuelven pacientes. Ya no arrancan: ahora acarician. El cuero se ablanda, se hace dócil y respira. Se pliega sin quebrarse y habla en voz baja. El curtidor sabe que ya está lista cuando, bien seca y al doblarla, no cruje ni rompe. Lo sabe porque el cuero empieza a oler a tierra.
De ahí saldrá el zurrón. Uno que guarde el gofio seco del molino o la leche tibia de la cabra recién ordeñada. Tal vez el eco de un oficio que, al igual que la piel, resiste al olvido porque fue hecho para durar. Cada costura guardará un trozo de memoria, con puntadas de manos antiguas a base de correas que, como un hilo de vida, se resisten a morir.
Quizá eso sea curtir: aprender a salvar lo que el tiempo quiere llevarse. También a sobar lo áspero hasta que se vuelva blando.
Eduardo González.

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