Defensa preventiva contra el ruido


 Defensa preventiva contra el ruido

La canasta, con su esqueleto metálico y el tablero de chapa desgastado, apareció un día en el parque, como si nadie recordara de dónde venía ni a quién perteneció. Antes había estado abandonada en un colegio público y sus días de gloria durante las clases de gimnasia se habían reducido a ecos de rebotes que resonaban en patios vacíos. Allí, en el parque, su uso se volvió más público, más caótico: un refugio de tardes interminables donde los jóvenes medían sus habilidades y su puntería, ajenos a los horarios, a las fechas y a las reglas del mundo adulto.

El parque, con los muros de los parterres erosionados y los bancos que crujían bajo el peso de las parejas de enamorados, cambió su forma de respirar. Los árboles parecían inclinarse hacia la canasta, testigos silenciosos de las competiciones improvisadas, de las risas que estallaban mezclándose con el aire alegre de la tarde. Cada tiro era un desafío; cada punto, una victoria efímera celebrada con carreras y gritos que rompían la monotonía de un vecindario acostumbrado al silencio.

El sonido del balón golpeando la chapa se convirtió en un tambor que martilleaba la tranquilidad de los vecinos. Quizá fue esa insistencia sonora la que despertó los nervios de uno de ellos, afilados y tensos como cuchillos, hasta que no pudo más. Armado con un cortatubos y una determinación impulsiva, decidió acabar, con nocturnidad y pasmosa alevosía, con la raíz de aquello que le molestaba. La estructura cedió bajo su furia contenida: los postes torcieron sus brazos de metal, el tablero se inclinó y se partió el aro. Y con ellos se extinguieron también los tiros de media distancia, los triples improvisados y las jugadas que habían encendido las tardes hasta bien entrada la noche.

El parque amaneció en silencio la mañana de un lunes. Y con el silencio llegó una extraña sensación de pérdida: no solo la del juego, sino la de la memoria de aquel rincón donde se habían inventado reglas que desafiaban al mismo reglamento. La canasta desapareció a los pocos días, pero el eco de los rebotes siguió flotando en el aire, implacable, recordándonos que la vida, a veces, no se mide siempre por la tranquilidad que queremos imponer; se mide también por el ruido que somos capaces de soportar.

para hierbolario.blogspot.com

Eduardo González.





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