El alma humeante de Cho Cristóbal


 El alma humeante de Cho Cristóbal

Nos contaba la memoria de Manolito Guedes —ratificada por legajos hallados en los archivos de la ermita de San Nicolás de Bari, en Sardina del Sur— que Cho Cristóbal Guedes Torres vio la luz por primera vez en Cueva Blanca. Fue allá por los albores de 1848, cuando el siglo aún olía a cebada tostada y a lana recién trasquilada. Hijo de pastores que también gustaban de sembrar, aprendió de ellos a leer la tierra por el tacto y a oler la lluvia antes de que llegara. En los inviernos, cuando las cumbres se helaban, bajaba con el ganado por las veredas de Los Guaniles, atravesando las Vueltas de Adeje y el fondo del barranco de Tirajana hasta alcanzar Amurga, donde el pasto nacía entre las piedras y la sed del sur que besaba las aguas del Atlántico. Su juventud transcurrió entre mudás y sementeras, y en ese ir y venir aprendió que todo lo que se cuida —la piel, la leche, la palabra— necesita tiempo y sombra, como el cuero que se curte lentamente para no pudrirse.

Terminó por instalarse en las tierras del Doctoral. Y cuando los pleitos entre pastores y campesinos se resolvían con el garrote o la palabra, él prefería primero la palabra. Porque su garrote guardaba mano izquierda en la madera. Con él marcaba el paso del ganado y, antes de dormir, dibujaba cruces en el aire, como si quisiera asegurar el sueño de las cabras y el suyo propio.

Tenía manos de curtir: duras, resecas, resabias. Manos que servían lo mismo para ordeñar que para sembrar. En su casa, Antonia, su mujer, hacía queso, amasaba gofio y guardaba la leche tibia en zurrones de piel amorosada por él mismo. Así levantaron la vida entre los dos: entre la leche, el queso y la palabra dada.

Murió en el verano de 1926, cuando los campos estaban secos y el cuerpo no encontraba alivio. Algunos dicen que fue su desmesurada afición al tabaco lo que lo mató; otros, una úlcera vieja que nunca quiso atender. Lo cierto es que, desde entonces, los pastores de Sardina aseguran ver, en las noches sin luna, una humareda blanca y clara que sube desde el Taro hacia las lomas de la Cuesta de Las Cenizas, donde se deshace sin ruido. Cuentan que es su alma, fumándose la eternidad con la misma parsimonia con que antes se fumaba los días. Y que las volutas de sus humarolas suben al cielo y allí se disuelven, hasta convertirse en nubes. Y las nubes en lluvia. Y la lluvia en verde.

A veces, cuando el viento baja desde Amurga cargado de celajes, alguien cree oler el mismo tabaco, la leche agria y el millo tostado de las noches despiertas. Y entonces recuerdan a Cho Cristóbal volviendo a encender su cachimba. Porque hay almas que no descansan: se transforman en humo, en agua y en memoria. Y si ya no llueve en Amurga, será —susurran los más viejos— porque al cielo también le han prohibido fumar.

para hierbolario.blogspot.com

Eduardo González


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