La inmediatez y su ruido


 La inmediatez y su ruido

Antes de que existiera el estilo, existió la palabra. La palabra sola, desnuda, cruzando los siglos como un hilo invisible. Palabra que era canto, rito y memoria. No buscaba el brillo del escaparate ni la aprobación del instante: solo quería mantenerse viva en la boca de quien la decía y en el oído de quien la escuchaba. Y cuando me digo esto me viene al recuerdo que, siendo muy niño, me perdí con un lápiz que dibujaba palabras sobre el papel para no olvidarlas. Más de grande me volví a perder cuando caí dentro de un libro y casi que no quise encontrar la salida por querer quedarme entre sus páginas. También me he perdido muchas veces intentando encontrar las palabras con las que escribir mi camino, como si fueran éstas las migas de pan con las que voy marcando la vereda que habré de tomar a la vuelta. En cierta manera me gusta perderme así: sabiendo que los pájaros se las comen y que no me queda más remedio que encontrar palabras nuevas entre las que continuar perdiéndome.

Ahora, sin embargo, me pierde el ruido de la inmediatez. Todo ha de ser dicho antes de ser pensado, como si la lentitud del silencio fuese una enfermedad que a la duda convierte en una falta de moral. Se nos enseña que no hablar es no existir y que callar es rendirse. También que no opinar al momento equivale a desaparecer. Y así, con la prisa grapada en los dedos que se deslizan por la pantalla, garabateamos con las teclas cualquier cosa para no enfrentarnos a ese territorio temido donde habita nuestra propia soledad.

Las redes —tan llenas de promesas y tan vacías de presencia— nos entrenan para la estupidez. Nos acostumbran a la corriente que todo lo arrastra, a la sensación de estar vivos solo cuando el ruido nos nombra. Y en ese vértigo aprendemos rápidamente a confundir las palabras con su propio eco, a la opinión con el conocimiento y a la urgencia de nuestro reflejo con la verdad de nuestra imagen.

Mientras tanto, el trabajo pausado, hecho con las manos y los silencios de la escucha, va quedando fuera de la vista. No reparamos en lo que germina despacio ni en quienes necesitan beber agua fresca en la sombra de la espera. Incluso despreciamos el gesto paciente, condenando a la lentitud que ya tratamos como si fuese un error de fábrica. Y al mismo tiempo que la prisa nos devora, la vida sigue lanzándonos sus advertencias. Ayer mismo, una cantante se bajó del escenario porque, quizás, dejó de oír su voz. Antes de ayer, una niña se suicidó porque no soportaba más las voces que la acorralaban en su colegio. Tal vez nos convendría recordar que el silencio también enseña y que no toda palabra es sabia. Tampoco que toda rapidez es señal de vida. En todo caso, en esta época de vertederos digitales y deplorable gestión de residuos, convendría cuidarnos la lengua, porque de tanto hablar y arrojar palabras sin pensar acabaremos echando basura por la boca.

No todo lo que se toca se convierte en oro. Ya lo supo José Arcadio Buendía cuando, entre frascos y alquimias, transformó las joyas de su casa en pura mierda de perro. Y aunque hasta en la más aborrecible miseria exista la posibilidad de que una flor se atreva a abrirse entre lo que el ruido arrojó, aunque la vida florezca en el borde de un  retrete —o en el borde de lo que aborrecemos—, la palabra, una vez que nos ha mostrado su lado más salvaje, ha de volver a convertirse en canción y en música. También en memoria que cruce los siglos y nos cruce la cara.

para hierbolario.blogspot.com

Eduardo González 

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