Languidece la casa
Languidece la casa
Las casas —aquellas que un día fueron el centro de las conversaciones que escuchamos, los olores que respiramos y la infancia que fuimos— se mueren como cuerpos sin nombre. Languidecen en un desaliento que nos habla sin dientes y balbucean entre legañas de piedra mientras nos escupen, con cortesía a punto de morir, la saliva seca de un pasado que ya nadie quiere recordar. Ya olvidamos quiénes las levantaron, quiénes cosieron las cortinas de sus ventanas y quiénes fueron a sentarse en la puerta de la entrada a ver cómo caía la tarde. La memoria se nos escurre entre sus rendijas, igual que la luz al atardecer, y nosotros, distraídos por los destellos del presente, no advertimos que en cada grieta se va hundiendo un fragmento de nuestra propia historia.
Frente a ella, los molinos nuevos giran con una letanía moderna. Y su zumbido ahoga lo poco que queda del aire que una vez soplaron estos vientos. Todo lo que fue casa se ha vuelto ruina; todo lo que fue hogar se ha vuelto escombro. Pero bajo el polvo todavía late un silencio que no se deja morir del todo, una respiración contenida que resiste al abandono, como si sus muros quisieran recordar el peso de cada cuerpo que se apoyó en ellos.
Y aquí estamos: espectadores de su fallecimiento, dejándonos convencer por las golosinas de la modernidad, esas que prometen color, brillo y futuro a cambio de nuestra raíz. Nos endulzan el olvido, nos embadurnan la lengua de azúcar mercantil y, satisfechos, dejamos que su techo se venga abajo con la misma indiferencia con que arrojamos las pilas gastadas al punto limpio.
Pasamos a su lado cuando vamos por la carretera que nos lleva hasta la playa conversando, alegremente, de progreso, de sostenibilidad, de patrimonio, de futuro limpio. Pero, a cambio, dejamos que las piedras hablen solas, que se les desmorone la lengua con la que, todavía y a duras penas, nos cuentan quiénes éramos.
Conservar cuesta. Olvidar es gratis. Nos dicen que las ruinas no producen. Sin embargo, son las únicas que todavía nos devuelven la mirada. Aunque sea lánguida esa mirada.
Eduardo González.

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