Pepito Melián. Una vida entre cabras, ovejas y pastos


 Pepito Melián. Una vida entre cabras, ovejas y pastos


“La cueva grande del risco ese… la que atraviesa el risco de banda a banda… Esa llegó a tener una pared en medio porque ahí se llegó a guardar hasta dos ganaos al mismo tiempo.
Uno… por la banda de arriba, el ganao de Los Ramos… y el de mi padre por la parte de abajo.
Sí, de eso hace muchos años. Yo era un chiquillo. Tendría yo diez años… o menos… cuando eso.”

(Pepito Melián, pastor)


“A mi padre no le quea ninguna cueva que conocer en ese risco… porque cuando chico se escondía en ellas pa no tener que ir a la escuela.”
(Pepe Melián, hijo)


Pepito reparte con justicia sus más de ochenta años sobre cada pierna. Y cuando calla, el silencio se vuelve más elocuente que cualquier respuesta. En sus ojos pequeños —hundidos por el sol y por la costumbre de mirar lejos— se refleja todo lo que hemos dejado de mirar nosotros. Hablar de su vida es un atrevimiento: una existencia entre cabras, ovejas y pastos que todavía se resiste a ser escrita, que solo debería contarse al borde del risco o caminando detrás del ganado.

El primer día lo encontramos en las medianías de Santa Lucía, en un corral que ya parecía abandonado. La hierba no crecía, las paredes tenían ese silencio que dejan las ausencias recientes y todo el lugar parecía sostener un último suspiro. Pensamos que Pepito volvería después de llover, pero su voz, en tono bajo, nos desengañó:


“Es que allá arriba estoy solo… y ya es un poco lejos pa mí. Aquí abajo, en el barranco, estoy con mi hijo y ya es otra cosa. Es que ahora mismo voy a cumplir setenta años… me faltan dos meses… y no quiero pararme… mientras pueda, no quiero pararme… pero pa rriba no creo que vuelva.”


El asentamiento que dejó atrás era una mezcla de épocas: la ilusión y la sequía revueltas en el mismo polvo. En las cuevas aún quedaban restos de una vida entera: el cuarto de la ordeñadora sin ordeñadora, viejos collares colgando del techo, queseras apoyadas en una pared que lloraba soledad. En el patio, el viejo arado —detenido como un buey dormido— seguía esperando por las manos que lo llevaran de nuevo al surco.


“Aquello allá rria es too arrendao… Las casas aquellas son del Cabildo, de cuando se hizo la presa. Yo me puse allí e hice el corral en lo de los Araña. Después aprovechaba las cuevas de atrás, unas de los Araña y otras del Hao. Yo les pagaba las rentas de las tierras y las huertas de pastos.”


Pepito nos dio permiso para recoger la quesera, el arado, el yugo y todo lo que quisiéramos. No para nosotros, sino para salvarlos del olvido. Días después lo encontramos más abajo, en el fondo del barranco. Pepito y su hijo bajaban con el ganado.


“Las estamos llevando a comer a unas tunerillas. Este año ha sio horrible. No se puee tené ná.mToo está por las nubes. El queso con el balo siempre ha salío bueno.”


Fuimos tras ellos, siguiendo el ritmo del ganado, con los pies sobre las piedras calientes y el viento que bajaba por el cauce como una respiración seca. Pepe hablaba de los caminos que cruzan Amurga, de los pastos que ya no crecen, de las cabras que se resisten.


“Mi hijo está empeñao en llevar las cabras pallá, pero el pasto, ahí, está too podrío.mSi viene bueno el tiempo… será pallá lante… pallá lante…”


Al caer la tarde, ya en el corral, el olor a cuero y café se mezclaba con la voz de los que compartíamos el final del día. Sobre la mesa, un puño de cencerras, agujas hechas de tachas, collares de cuero cosidos con hilo de zapatero.


“Pa las hebillas lo mejor es cambiarles las puntas. Las de ahora no sirven.mLas hago con una verga acerada, las limo…El too es que el collar quede bien trancao, pa que la cencerra no se pierda.”


Pepe lo decía mientras cosía, sin levantar la vista.


“A veces me pego una tarde entera pa coser uno. Y si el cuero es malo, se parte. Pa mí, el mejor cuero es el de cabra flaca. Las que comen pienso… las correas de esos cueros se rompen. Los animales alimentaos con pienso es lo que tienen.”


Ahí quedó el eco de la frase, retumbando en el barranco, como si la tierra la repitiera para sí misma: “Los animales alimentaos con pienso es lo que tienen.” Y pensé —sin querer— que también nosotros vivimos así: alimentados con lo que otros nos venden, domesticados, sin pastos propios y esperando siempre a que llueva.

Cuando regresé a casa ya era de noche. Escuché las grabaciones y sentí que cada paso en el barranco tenía el ritmo de un cortejo antiguo, de una despedida sin lágrimas. Por las nubes está todo, decían ellos. Y sí: por las nubes está el pienso, los forrajes, los precios. Por las nubes, también, los sueños.

para hierbolario.blogspot.com
Eduardo González


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