Antes de que vuelvan a preguntar si existíamos


 Antes de que vuelvan a preguntar si existíamos


Las prácticas del juego del garrote se realizaron en un parque público: un pedazo de tierra abierta, unas sombras de árboles y el cielo por techo. El parque de “La Libertad”, justo en el centro de Vecindario, ofreció ese espacio sin pedir nada a cambio. Allí se reunieron los primeros jóvenes que decidieron sacar el juego a la calle. Un cartel fotocopiado en alguna pared y un número de teléfono particular bastaron para comenzar la divulgación. Y una sábana blanca convertida en pancarta, donde alguien escribió “El Juego del Garrote: algo más que un deporte”, declaraba la intención de aquellos días: enseñar, sí, pero también reclamar la cultura en la calle.

Lo que ocurrió entonces fue la señal temprana de algo más profundo: el intento de levantar una identidad desde la tierra común, de abrir un espacio propio, de defender el derecho sencillo y, a la vez, misteriosamente complejo de sentirse parte de un todo. En aquellas manos jóvenes, el garrote comenzó a convertirse en un lenguaje nuevo —o quizás muy antiguo— que podía hablarse en cualquier esquina. Y la calle, que nunca deja de ser escenario, reunió a los transeúntes como público improvisado.

La primavera de 1987 hizo florecer el Parque de La Libertad con garrotes que, tras el verano, echaron raíces en el Cruce de Arinaga. Allí, en el patio de su Casa de la Cultura, sucedió algo muy parecido: otra vez un espacio abierto, otras manos jóvenes, el mismo gesto antiguo abriéndose paso entre el polvo y la luz. El mismo brote pero en otro suelo. Sin embargo, el espíritu era el mismo: jóvenes que llegaban con curiosidad, algunos sabiendo apenas un par de movimientos; otros, solo con la intuición de que estaban ante algo que venía de lejos. En aquel patio, no solo se aprendió a moverse, sino a escuchar. Escuchar la cadencia del golpe que no se da, del golpe que se desvía, de la pausa que sostiene el diálogo. Y escuchar, sobre todo, lo que la madera decía cuando se encontraba con el aire: un sonido breve, seco, que parecía contener una historia más larga que cualquiera de los presentes.

Y así, sin grandes anuncios ni apoyos oficiales, sin más recursos que la voluntad y la madera, el juego del garrote empezó a moverse de pueblo en pueblo, dejando tras de sí una estela discreta. No un triunfo ni una moda. Si acaso una presencia. Una presencia que ya había comenzado a hacerse notar en los periódicos, como un murmullo que de pronto toma cuerpo en la letra impresa. En un reportaje de mayo de 1987 se dejaba constancia de ese avance silencioso:

“Así, los monitores de Vecindario imparten el curso por el momento en la denominada Plaza de la Libertad, que empieza a conocerse ya por la Plaza del Garrote. Por otro lado continúan las labores de investigación que pacientemente realizan los miembros de la Escuela del Garrote y que tan positivos resultados está teniendo hasta el momento, como son el caso de haber encontrado a dos maestros completos del garrote en Gran Canaria: Miguel Calderín en Valsequillo y Manuel Guedes de Casa Pastores, quien imparte su sabiduría en Vecindario.”
(La Provincia, martes 12 de mayo de 1987, Jose Alberto Hernández)

Por eso sorprende —con esa sorpresa tenue que solo provocan los malentendidos persistentes— que, décadas después, alguien plantee, alegando motivos para oponerse a la declaración de Bien de Interés Cultural del Juego del Garrote Tradicional de Gran Canaria, lo siguiente: “En el apartado 4.2.3. se muestra desconocimiento sobre el origen de la Federación de Lucha del Garrote Canario o se obvia. Los clubes de practicantes surgidos en los años 80 y principios de los 90 se organizan y, fruto de ello, en el año 1994, se celebran las primeras elecciones de la Agrupación Canaria de Lucha del Garrote (…) ¿Se mantuvieron al margen estos tres clubes que figuran en este apartado? ¿O simplemente no existían?”

La duda, formulada con aparente rigor, descansa en una confianza excesiva: creer que la existencia empieza cuando queda registrada. Es una tentación comprensible; la burocracia ha logrado convencer a muchos de que lo que no figura en un archivo permanece suspendido en una especie de limbo cultural. Pero las prácticas vivas —ésas que nacen en plazas, patios y parques— rara vez piden permiso para ser. 

Lo cierto es que el juego seguía hablándose en los parques, afinándose en los patios de los colegios, transmitiéndose sin necesidad de membretes en las plazas públicas. La vida nunca ha esperado a un registro para manifestarse. 

De modo que no se trató de que no existiéramos. Se trató, sencillamente, de que nuestra existencia no coincidía con el lugar donde algunos pretenden buscarla. Y ése, con perdón, es otro tipo de margen.

para hierbolario.blogspot.com

Eduardo González 

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