El eco de un juego sin dueño


 El eco de un juego sin dueño

A veces los conflictos no nacen de fuera, sino de la necesidad íntima de preguntarnos a quién pertenece realmente aquello que sentimos como nuestro. La declaración del Juego del Garrote Tradicional de Gran Canaria como Bien de Interés Cultural ha funcionado como un espejo inesperado: uno que obliga a mirar no solo el juego, sino la trama de intereses, silencios y fragilidades que lo sostienen desde hace décadas. Porque un BIC no es una medalla. No premia, no bendice, no elige maestro ni escuela. Es, sencillamente, un acto administrativo que constata que un bien cultural corre peligro y necesita protección, estudio y continuidad.

Pero esa protección, paradójicamente, inquieta. La Federación, que durante años ha gestionado el discurso del garrote a su manera, ha sentido que la declaración era una invitación no pedida, una irrupción externa en un espacio que consideraba suyo por derecho natural y por la legalidad de las leyes deportivas. Y así lo ha expresado: con comunicados, con gestos, con un rechazo que suena más a defensa del propio lugar en el relato que a un análisis sereno de lo que realmente implica un BIC.

El problema es que la tradición nunca ha sido un territorio cercado. No hay linderos en el aire que atraviesa el garrote cuando dibuja un movimiento. No existen escrituras que digan que una práctica pertenece a una sigla más que a otra. El garrote, desde su origen, ha vivido en la diversidad. Cada escuela —formal o informal— ha heredado una manera distinta de girar el cuerpo o de medir las distancias. Por eso no sorprende que quienes practican el garrote desde otros lugares, quienes lo han estudiado y sostenido sin cobijo federativo, hayan recibido la noticia como un acto de justicia demorada: por fin se reconocía que el bien a proteger no era una institución, sino la práctica misma, con toda su pluralidad de bien cultural inmaterial.

Lo que la Federación interpreta como amenaza es, para otros, una oportunidad de ordenar la memoria, de impedir que el futuro borre lo que el pasado dejó disperso. Porque un BIC protege del olvido y también de la manipulación: del intento —más frecuente de lo que parece— de homogeneizar y globalizar una tradición tan amplia como los caminos por donde viajó. En el fondo, quizás lo que más incomoda no es el decreto, sino el espejo: la evidencia de que el garrote no cabe en una sola voz y que no basta una ley deportiva para defender un bien cultural.

Y hay un trasfondo más profundo que conviene nombrar sin rodeos: cuando un patrimonio se reconoce públicamente también se cuestiona quién se ha erigido como único e incuestionable portavoz hasta ahora. Ese desplazamiento duele y dolerá aún más. Pero forma parte del proceso natural de cualquier práctica que quiere sobrevivir a quienes hoy la sostienen.

En realidad, lo que está en juego no es un logotipo ni una hegemonía federativa, sino la continuidad de un legado que necesita aire, estudio, manos jóvenes y relatos que no esquiven sus matices. El garrote ha vivido siglos sin papeles y décadas con ellos. Pero sobrevivirá a ambos y no perdonará —porque ninguna tradición lo hace— el encierro: la tentación de cerrar la puerta a quienes quieren cuidarlo.

Este debate no debería entristecernos. Debería preocuparnos con dignidad. La tensión actual demuestra que el garrote sigue vivo: que aún suscita preguntas, que aún moviliza cuerpos, que aún hay quienes sienten que merece ser defendido. Lo que toca ahora es decidir si el futuro de esta tradición se construirá desde la defensa de espacios particulares o desde la conciencia de que los bienes culturales —como el aire, como el movimiento que impulsa el garrote— solo se preservan cuando se reconocen como bienes comunes. ¿Seremos capaces de escuchar el eco de un juego que no tiene dueño?

para hierbolario.blogspot.com

Eduardo González 















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