Corazón de tomate


 Corazón de tomate

         Llevaba tiempo cosiendo tomates como si en cada uno de ellos intentara recuperar lo que un día se le quebró sin aviso. Crecido entre cultivos, creyó que su juventud avanzaría siempre igual, trepando caña arriba como una savia que no sabe de venenos. Pero llegó aquel mandato —seco y ajeno— que lo arrancó de la tierra y lo empujó a un silencio que no era suyo. Vestido con un uniforme que le raspaba la piel como una culpa prestada, pronunció juramentos que jamás comprendió mientras algo dentro se le astillaba sin remedio. Hasta que un día, desde su propio fusil, salió una bala que no pudo detener: una línea de plomo que cortó el aire, atravesó un corazón y lo dejó sin latido. Desde entonces carga con ese disparo como quien lleva un hierro ardiendo metido en el pecho.


Cuando por fin regresó ya no encajaba en ningún sitio. La tierra seguía allí pero él no; caminaba entre los recuerdos como alguien que hubiera olvidado su propio idioma. Lo que conocía había cambiado y lo que lo habitaba desapareció. Y tuvo que convivir  con un desarraigo que todavía le roe las madrugadas. Tal vez por eso dibuja: para remendarse la vida sin tener que recurrir a los sedantes que apenas consiguen adormecer sus noches de insomnio.


A fuerza de hilo y paciencia terminó creyendo que cada surco del papel era una herida donde podía enhebrar lo que nunca dijo. Dibujar tomates con forma de corazón, suturados por una aguja que parecía pedir perdón con cada pinchazo, era la única forma que había encontrado para no seguir desangrándose. Pero cada trazo gritaba como el chillido de un recuerdo desgarrándose por dentro.


Fue así hasta que el tiempo le enseñó que realmente lo que dibujaba eran ausencias. Las que se quedaron en su casa cuando partió, las que lo esperaron en vano, las que murieron sin que él pudiera despedirse de ellas. Y mientras el mundo seguía exigiéndole normalidad, él se aferraba al lápiz como quien sostiene una venda que la vida insiste en arrancar y el miedo quiere seguir llevando puesta. A veces, cuando termina un dibujo, se le queda la mirada fija en la última puntada, como si buscara allí el nombre de aquel muchacho que se fue y que todavía no ha vuelto del todo. Tal vez nunca regrese. Tal vez sólo pueda seguir cosiéndolo, puntada a puntada, hasta que alguna madrugada el hilo encuentre por fin la orilla de su herida y la cierre sin avisarle. Y pueda dormir las pocas horas en las que el insomnio se entretiene en otras cosas.


para hierbolario.blogspot.com

Eduardo González






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