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Todo menos presidente

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  Todo menos presidente Me imagino —porque supongo que todavía imaginar no hace daño— que si al niño que aparece en la imagen le hubiesen preguntado qué quería ser de mayor, no se le habría pasado por la cabeza decir que presidente. Está demasiado ocupado haciendo girar una piedra, empujándola con un palo, para decir eso o algo que se le parezca. Ni siquiera —y continúo suponiendo sin querer molestar— se le habría ocurrido decir alcalde o ministro. A mí, al menos, no se me habría ocurrido. En nuestra época ya teníamos a un generalísimo que se encargaba de todos esos asuntos y ocupaba todas esas profesiones, o eso creía yo desde mi infantil entender. El poder era algo lejano, desconocido y abstracto. Y colocado demasiado alto como para mirarlo de frente. Los chiquillos de entonces —e imagino que los de ahora también— no entendíamos de esas cosas. Resultaba imposible imaginar que para dedicarse a la política habría que estudiar las diferencias entre chistorras o lechugas para s...

Más conciencia que luces

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  Más conciencia que luces Si de verdad estuviéramos dispuestos a exigirles a quienes administran lo público un mínimo de seriedad; si fuéramos capaces de recordarles que el cargo no es un privilegio sino una responsabilidad y que sus decisiones arrastran vidas en vez de titulares; si pudiéramos, siquiera por un instante, apartar el ruido de sus enfrentamientos y hacerles ver que, más allá de sus reyertas particulares, la sociedad se enfrenta a desafíos que desbordan cualquier cálculo partidista; si pudiéramos hacerles entender que gobernar no es ocupar espacio, sino hacerse cargo del tiempo ajeno, del pan de mañana y del miedo de hoy; si, por sus propias capacidades, pudiesen darse cuenta que hay momentos en los que no hacen falta más luces, sino más conciencia, entonces muchas otras cosas quedarían en un segundo plano. Porque cuando la corrupción se normaliza, cuando el enfrentismo se convierte en método y la desolación en paisaje habitual, resulta casi obsceno exigir entu...

Cuento de amor mal contado

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Cuento de amor mal contado Creí verla aferrarse a la pared como quien encuentra una tabla de salvación. La buganvilla le ofrecía sus flores y ella parecía enamorarse de ese gesto mínimo, de esa promesa de sombra y de color en medio del muro áspero. Creí verla llevada por el viento hasta ese abrazo, recibiendo la vida que él arrastraba en su incesante soplo. Lo creí de verdad, con la misma creencia con la que vemos cómo las arrancan, cómo las talan, cómo les quitan una vida que no es nuestra, empujadas por otro soplo —más seco y más urgente— de picos y motosierras. Un viento distinto, sin memoria, que no pregunta ni escucha, que pasa lista y deja huecos donde antes hubo sombra. Las palmeras, los árboles todos de esta urbanidad espaciosa que ya no están por una tontería siniestra, fueron cayendo en silencio, una a una, uno a uno, como si su caída no doliera.  Ahora se inclinan, se arriman al picón y al cemento como si aún pudieran protegerse en ellos, como si los muros devolviera...

Universo Sadalónico

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  Universo Sadalónico Encontré en sadalone.org —entre sus “soltadas” y su “diccionario sadalónico”— la confirmación, para mi sorpresa, de algo que llevaba años utilizando sin saber que, algún día que ya fue, alguien le puso nombre. Y a Victoriano Santana Sanjurjo le debo ese bautizo clarividente. El “lápiz de leer” que él llama lo llevo sosteniendo entre mis manos más tiempo del que considero razonable. O tal vez es que se me ha vuelto imprescindible más allá de lo que debería admitir. Y así, hasta el extremo de que aquello de ser un hombre a una nariz pegado acaba resultándome irrisorio sin gracia alguna: uno acaba pegado —en realidad y por muy grande el tamaño del órgano que el soneto pretendía ensanchar aún más— a un lápiz que sirve tanto para escribir como para leer. Porque en cuanto lo suelto —si es que lo suelto— tengo la impresión de que las palabras se me desordenan. A veces creo que piensa por mí, que afila mis dudas y redondea mis certezas con una calma que yo no t...

Migrar sin permiso

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  Migrar sin permiso   Dicen que las migraciones del Paleártico hacia el corazón húmedo de África han sido siempre asunto de aves: alas grandes, brújulas internas y rutas que se heredan sin necesidad de mapas. Pero una investigación reciente ha demostrado que una pequeña mariposa, casi invisible frente al tamaño de sus compañeras emplumadas, es capaz de realizar ese mismo viaje milenario. La migradora de los cardos, Vanessa cardui , recorre cada año más de doce mil kilómetros, cruzando dos veces el desierto del Sahara, esquivando tormentas de arena y océanos de calor.  Su travesía es un acto de fe: partir sin certezas, guiada por una necesidad que no es distinta de la nuestra cuando el lugar donde nacemos se vuelve demasiado estrecho, demasiado cruel o demasiado árido para sostener la vida. Hacia finales del verano, esta viajera ligera atraviesa el Mediterráneo y desciende hacia África tropical. Allí pone sus huevos, deja un linaje que crecerá sin conocerla y, l...

Corazón de tomate

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  Corazón de tomate             Llevaba tiempo cosiendo tomates como si en cada uno de ellos intentara recuperar lo que un día se le quebró sin aviso. Crecido entre cultivos, creyó que su juventud avanzaría siempre igual, trepando caña arriba como una savia que no sabe de venenos. Pero llegó aquel mandato —seco y ajeno— que lo arrancó de la tierra y lo empujó a un silencio que no era suyo. Vestido con un uniforme que le raspaba la piel como una culpa prestada, pronunció juramentos que jamás comprendió mientras algo dentro se le astillaba sin remedio. Hasta que un día, desde su propio fusil, salió una bala que no pudo detener: una línea de plomo que cortó el aire, atravesó un corazón y lo dejó sin latido. Desde entonces carga con ese disparo como quien lleva un hierro ardiendo metido en el pecho. Cuando por fin regresó ya no encajaba en ningún sitio. La tierra seguía allí pero él no; caminaba entre los recuerdos como alguien que hubiera olvidad...

Cuando el verde no renuncia

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  Cuando el verde no renuncia En tiempos de estanques de piedra y acequias sobre tierra sedienta, un cornical aceptó un pacto que le pedía, de un salto, estrellarse contra un muro de bloques alzado en el cielo. Y como combustible, tan sólo el agua filtrada por las paredes a las que, por esperanza, se aferraban sus nudos como manos desesperadas. Ahora, cuando la escalera cae sin remedio, entendemos que aquel acuerdo nunca fue un trato entre iguales. Obedecía, tal vez, a esa idea heredada del que se entrega para sostener lo que está a punto de venirse abajo. El cornical, con sus troncos torcidos y retorcidos, parecía saber que nadie iba a agradecerle el golpe ni la herida; aun así, aceptó hacer de puente entre dos tiempos —el de la piedra y el del bloque—, como si en su cuerpo pudiera quedar unido un mundo que ya estaba partiéndose. Cuando la escalera cae, cuando la humedad abandona las paredes y los muros pierden el pulso, comprendemos que fue él quien mantuvo intacta la...