Cuento de amor mal contado
Cuento de amor mal contado
Creí verla aferrarse a la pared como quien encuentra una tabla de salvación. La buganvilla le ofrecía sus flores y ella parecía enamorarse de ese gesto mínimo, de esa promesa de sombra y de color en medio del muro áspero. Creí verla llevada por el viento hasta ese abrazo, recibiendo la vida que él arrastraba en su incesante soplo. Lo creí de verdad, con la misma creencia con la que vemos cómo las arrancan, cómo las talan, cómo les quitan una vida que no es nuestra, empujadas por otro soplo —más seco y más urgente— de picos y motosierras. Un viento distinto, sin memoria, que no pregunta ni escucha, que pasa lista y deja huecos donde antes hubo sombra. Las palmeras, los árboles todos de esta urbanidad espaciosa que ya no están por una tontería siniestra, fueron cayendo en silencio, una a una, uno a uno, como si su caída no doliera.
Ahora se inclinan, se arriman al picón y al cemento como si aún pudieran protegerse en ellos, como si los muros devolvieran algo de lo que les hemos ido robando: la tierra, el agua, el tiempo. Porque hay violencias silenciosas que se presentan con papeles, con permisos y con palabras tranquilizadoras. Violencias que prometen orden mientras deshacen raíces, que hablan de seguridad mientras empujan a la intemperie. Y en ese gesto repetido vamos aprendiendo a mirar sin ver, a pasar junto a ellas sin preguntarnos cuánto cuesta mantenerse en pie cuando ya te han quitado el suelo.
Tal vez por eso nos reconocemos en esa inclinación, en ese cuerpo vegetal que resiste apoyándose donde puede. También nosotros hemos aprendido a arrimarnos a muros ajenos, prolongando —o repitiendo— un cuento de amor mal contado: aquel en el que los amantes aseguran que protegen mientras aprietan, que salvan lo querido mientras asesinan, como sucede con quienes son golpeadas, amenazadas o asesinadas por manos que decían quererlas. Los árboles, vencidos pero aún erguidos, se quedan ahí, inclinados hacia los muros, recordándonos que hay una forma de morir que se parece demasiado a seguir viviendo. Y la sombra que ahora nos cubre es el hueco de esas vidas que fueron arrancadas.
Eduardo González

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