Todo menos presidente
Todo menos presidente
Me imagino —porque supongo que todavía imaginar no hace daño— que si al niño que aparece en la imagen le hubiesen preguntado qué quería ser de mayor, no se le habría pasado por la cabeza decir que presidente. Está demasiado ocupado haciendo girar una piedra, empujándola con un palo, para decir eso o algo que se le parezca. Ni siquiera —y continúo suponiendo sin querer molestar— se le habría ocurrido decir alcalde o ministro. A mí, al menos, no se me habría ocurrido. En nuestra época ya teníamos a un generalísimo que se encargaba de todos esos asuntos y ocupaba todas esas profesiones, o eso creía yo desde mi infantil entender. El poder era algo lejano, desconocido y abstracto. Y colocado demasiado alto como para mirarlo de frente.
Los chiquillos de entonces —e imagino que los de ahora también— no entendíamos de esas cosas. Resultaba imposible imaginar que para dedicarse a la política habría que estudiar las diferencias entre chistorras o lechugas para saber de qué cantidades de dinero se estaba hablando; que habría que aprender a manejar cifras opacas, favores cruzados y silencios cómplices. Tampoco podíamos imaginar que el cargo implicara convivir con acosos extraños y con abusos convertidos en rumores. Peor aún: que muchos de ellos, además, tuvieran nombre de mujeres enterradas con miedo.
Lo más seguro es que solo entendiésemos cómo hacer girar un trompo, darle patadas a una pelota o, si se nos ponía a mano, mover la piedra de un molino. A lo más hubiésemos querido ser mecánicos, futbolistas o, sencillamente, personas mayores. Todo menos presidente.
Con el tiempo uno entiende que no era ingenuidad. Aquella infancia sabía —sin saberlo— que el poder no era un lugar limpio. Que había algo en esas profesiones que no olía a calle ni a patio de colegio. El poder pertenecía a otros: a hombres serios de traje y corbata cuyos retratos se colgaban en las paredes como si fueran santos intocables.
Hoy, cuando vemos cómo se manosea lo público, cómo se confunden los intereses comunes con los privados, cómo se degrada el lenguaje hasta convertirlo en mercancía y amenaza, quizá convendría volver a preguntarle a aquel niño qué quería ser de mayor. No para exigirle una respuesta, sino para recordar todo lo que quedó fuera de su imaginación: el cálculo, la mentira, la desfachatez o la impunidad. Y muchas otras cosas que no le enseñaron en la escuela.
Tal vez ahí esté la respuesta. En esa incapacidad infantil para desear el poder. En ese rechazo instintivo a mandar sobre otros. Porque gobernar —si alguna vez tuvo sentido— debía de parecerse más a ese gesto humilde de empujar una piedra pesada, a ese aprendizaje lento que enseñaba a moler el millo sin quedarse con la mejor parte solo porque uno tuviese la mano más cerca.
El niño de la imagen ni manda, ni ordena ni da discursos. Se limita a empujar, a insistir, a aprender que nada gira solo. Quizá el problema no sea que los niños no quieran ser presidentes, sino que demasiados presidentes hayan olvidado cómo pensaban los niños.
Eduardo González

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