Cuando el verde no renuncia


 


Cuando el verde no renuncia


En tiempos de estanques de piedra y acequias sobre tierra sedienta, un cornical aceptó un pacto que le pedía, de un salto, estrellarse contra un muro de bloques alzado en el cielo. Y como combustible, tan sólo el agua filtrada por las paredes a las que, por esperanza, se aferraban sus nudos como manos desesperadas. Ahora, cuando la escalera cae sin remedio, entendemos que aquel acuerdo nunca fue un trato entre iguales. Obedecía, tal vez, a esa idea heredada del que se entrega para sostener lo que está a punto de venirse abajo. El cornical, con sus troncos torcidos y retorcidos, parecía saber que nadie iba a agradecerle el golpe ni la herida; aun así, aceptó hacer de puente entre dos tiempos —el de la piedra y el del bloque—, como si en su cuerpo pudiera quedar unido un mundo que ya estaba partiéndose.


Cuando la escalera cae, cuando la humedad abandona las paredes y los muros pierden el pulso, comprendemos que fue él quien mantuvo intacta la respiración de aquel paraje de sol y tardes lentas. Y sólo entonces intuimos que no cayó para salvarse, sino para permitir que algo más resistiera: el rumor del agua que baja por la acequia, la sombra breve que daba a los animales o, quizá, la costumbre aún viva de mirar al horizonte esperando una nube improbable. Tal vez por eso, al verlo ahora estirándose sobre sí mismo, con la savia erguida en un verde insistente, sentimos que su pacto era también el nuestro: seguir apuntalando lo frágil aunque sepamos de antemano que caerá; ofrecer el cuerpo al derrumbe para que, durante un instante más, la sed no gane del todo. Y en ese instante —tan breve como una gota suspendida sobre el mismo rocío que la parió— se sostiene aún el mundo.


para hierbolario.blogspot.com

Eduardo González























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