Más conciencia que luces


 Más conciencia que luces

Si de verdad estuviéramos dispuestos a exigirles a quienes administran lo público un mínimo de seriedad; si fuéramos capaces de recordarles que el cargo no es un privilegio sino una responsabilidad y que sus decisiones arrastran vidas en vez de titulares; si pudiéramos, siquiera por un instante, apartar el ruido de sus enfrentamientos y hacerles ver que, más allá de sus reyertas particulares, la sociedad se enfrenta a desafíos que desbordan cualquier cálculo partidista; si pudiéramos hacerles entender que gobernar no es ocupar espacio, sino hacerse cargo del tiempo ajeno, del pan de mañana y del miedo de hoy; si, por sus propias capacidades, pudiesen darse cuenta que hay momentos en los que no hacen falta más luces, sino más conciencia, entonces muchas otras cosas quedarían en un segundo plano. Porque cuando la corrupción se normaliza, cuando el enfrentismo se convierte en método y la desolación en paisaje habitual, resulta casi obsceno exigir entusiasmo por lo accesorio. 

Si todo esto fuera posible, entonces poco o nada debería preocuparnos que a nuestro alrededor haya personas incapaces de soportar el exceso de bombillos parpadeantes, ya sea porque padecen fotofobia, migraña o, simplemente, porque el brillo artificial les resulta molesto. Poco o nada debería inquietarnos quienes no sientan —ni hagan esfuerzo alguno por sentirlo— el impulso de decorar un árbol con bolas de colores o de montar un belén con su pesebre y su cuna cuidadosamente colocados.

Poquísimo, en realidad, debería importarnos que no tengan ánimo para fiestas ni jaleos navideños, para encendidos que no los encienden ni los animan, o para compras innecesarias disfrazadas de tradición. Tal vez esas personas no sean tan aguafiestas como solemos pensar. Tal vez su gesto no sea más que una forma de cansancio y no un desprecio por la celebración. Porque, probablemente, haya silencios más honestos que muchos villancicos y miradas más lúcidas que cualquier escaparate adornado con guirnaldas.

Y quizá el error esté en pedirles a ellas que muden el semblante, que sonrían por decreto o que participen del entusiasmo obligatorio, cuando nosotros mismos no somos capaces de mudar el nuestro para reclamar, con la misma insistencia y convicción, que quienes tienen la capacidad de manejar lo público estén a la altura del tiempo que les ha tocado gestionar. Porque no se trata de encender millones de luces, sino de alumbrar responsabilidades. No de obligar a nadie a celebrar, sino de exigir seriedad allí donde la necesidad apremia y la gravedad del momento no admite fuegos artificiales. Y esto último, hasta los perros —que no creen en el simulacro y huelen el miedo y la verdad antes que nadie— sabrían agradecerlo.

para hierbolario.blogspot.com

Eduardo González 


Comentarios

Entradas populares de este blog

Tregua y continuidad

La Revoliá: el empeño de la insistencia

El fraude de la vergüenza