Autopsia literaria 11/2019: Entre memoria y protección


 Autopsia literaria 11/2019: Entre memoria y protección

Del escritor —editor, filólogo, docente a tiempo completo, dramaturgo en horas difíciles y, sobre todo, buena persona— Victoriano Santana Sanjurjo aprendí que se reseña literariamente aquello que te provoca placer mientras lo lees. Y que, al reseñarlo, invitas a otros a participar de ese deleite que uno experimentó al hacerlo. Enfrentarse a textos que no despiertan interés alguno para practicar sobre ellos una crítica despiadada o irónicamente mordaz es perder tiempo y perder vida: y vidas, como sabemos, no tenemos tantas como para emplearlas en desmenuzar lo que no nos enciende por dentro. De él —que se llama a sí mismo juntaletras y al que yo califico sin reservas como forense ensimismado— aprendo cada vez que me asomo a su sadalone.org. Incapaz soy de estar a su altura y mucho menos de imitar sus cirugías literarias con mi pulso tembloroso. Pero lo cierto es que mi poca vergüenza se atreve —y se empuja sola— a dedicarle esta “Autopsia Literaria 11/2019”, que ya pide perdón antes de abrirse en canal: el de ella, el de ustedes y el del amigo Victoriano, al que, dicho de paso, tanto debo.

Y sabiendo de antemano que me voy a pasar de la raya —y de las palabras en su cantidad para este hierbolario convertido en blog—, volví a un documento que dormía desde hacía tiempo en una carpeta de mi ordenador, con sus esquinas digitales ya empañadas de tanto pasar el ratón sobre ellas: el Boletín Oficial de Canarias del 12 de junio de 2019. Aquella mañana, el viento venía del sur y en Vecindario el cielo empezaba a oler a agua. Tomé el archivo entre mis manos —sí: aún imprimo cosas importantes— como quien sostiene un corazón que late entre papeles. Su preámbulo, a modo de prólogo, me llamó primero: allí se encontraba la intención pura, la declaración de principios, la conciencia de que las leyes no pueden reemplazar la vida puesto que, en todo caso —en el caso de estar bien hechas— la acompañan.


I. El preámbulo como escena del crimen

El caso que nos trae al asunto es el artículo 137.1 del Estatuto de Autonomía de Canarias. Ahí la Ley 11/2019, de 25 de abril, de Patrimonio Cultural de Canarias —la que me muestra sus entresijos esparcidos sobre mi mesa— nos recuerda que Canarias posee competencias exclusivas en cultura, en patrimonio histórico, artístico, arquitectónico, arqueológico y científico. También en los museos no estatales. Uno podría pensar que esta constatación es meramente técnica pero es algo más profundo: una declaración de responsabilidad. Es el reconocimiento de que la memoria colectiva depende de nosotros mismos aunque conviva con límites que marca el Estado. En ese roce entre autonomía y coordinación institucional se advierte un gesto poético no declarado: la memoria nunca existe en el vacío; más bien respira entre marcos jurídicos y vive gracias a quienes la practican.

La Ley 11/2019 sustituye a la 4/1999, a la que llama, con elegancia administrativa, “obsoleta”. Entre sus líneas se percibe un susurro: hemos cambiado, hemos aprendido, el mundo continúa —y continuará— girando. El preámbulo asume que aquella norma, de estructura ya desgastada, hablaba más de “patrimonio histórico” que de “patrimonio cultural”, como si la cultura fuera únicamente aquello que duerme en vitrinas. Ahora, veinte años después, reconoce que la cultura también late en lo inmaterial: en los gestos que sobreviven a pesar del tiempo, en las manos que aún recuerdan cómo tejer una cesta pedrera o cómo enderezar un garrote.

Me interesó especialmente la confesión, poco habitual en textos legales, de que muchas administraciones públicas nunca aprobaron los instrumentos de protección. Es un reconocimiento sin tapujos del fracaso: tantos bienes que quedaron desprotegidos y expoliados por pura desidia. El preámbulo se desnuda ahí admitiendo sus cicatrices y eso me pareció digno. Una ley que acepta su pasado puede aspirar a corregirse.

El preámbulo habla también de derechos culturales, de garantizar que todas las personas puedan disfrutar del patrimonio. Es el latido de la accesibilidad universal. La idea de que el patrimonio no pertenece solo a quienes saben leer archivos antiguos, ni a quienes pueden subir escaleras, ni a quienes acceden a documentos especializados. La ley abraza el principio de que el patrimonio cultural tiene que ser accesible para todas las personas. No es solo una promesa técnica: es un gesto político de igualdad, una declaración de que la memoria pertenece a quienes la sufrieron, a quienes la transmitieron y también a quienes la buscan ahora, aunque no compartan origen o condición. Aquí empieza uno a sentir algo parecido a una confianza tímida: esta ley no quiere conservar para encerrar, sino conservar para que circule. Y esto es un matiz enorme.


II. Los artículos: miembros de un cuerpo diseccionado 

El Artículo 1 define el objeto de la propia ley: proteger, conservar, restaurar, acrecentar, difundir y promover el patrimonio cultural de Canarias en todas sus manifestaciones. Verbos solemnes, casi redondos. Y sin embargo, mientras los leía, me asaltó una intuición incómoda: “proteger” sin comunidad es solo una palabra. “Difundir” sin práctica es humo. “Acrecentar” sin aprendizaje es una fachada. La ley promete acompañar la vida pero sabe que no puede reemplazarla. Ese gesto de humildad —aunque no lo diga explícitamente— me pareció fundamental.

El Artículo 3, que clasifica los bienes de interés cultural, enumera categorías que parecen casi literales: bienes muebles e inmuebles, arqueológicos, etnográficos, paisajes culturales y zonas patrimoniales. En esa enumeración sentí un escalofrío escondido: reconocer que un paisaje puede ser tan valioso como un edificio, que un barranco trabajado con cultivos de papas puede contener tanto o más significado que la piedra de una iglesia centenaria me sorprendió gratamente. Pero también se reconocen los  límites. La ley organiza, clasifica y delimita, pero no puede capturar la vida que ocurre entre los surcos, en las plazas, en los talleres artesanales donde aún se respira lo que fue y lo que sigue siendo.

El Artículo 8, dedicado al patrimonio inmaterial, es quizá donde el cuerpo de la ley respira más cerca de la vida. Allí se reconocen prácticas, saberes, tradiciones y expresiones culturales que no pueden tocarse pero que mantienen vivo el tejido social. Aquí la ley muestra una comprensión profunda: los oficios tradicionales, los bailes, los juegos, los cantos y las celebraciones populares no son menos valiosos que un edificio histórico; son, en cierto modo, más frágiles. Porque dependen de quienes los practican, de quienes los transmiten, de la memoria viva. Y esa dependencia es una vulnerabilidad que la ley reconoce aunque sabe que no puede eliminar.


III. Bienes de Interés Cultural (BIC) y su salvaguarda

Al continuar adentrándome en los artículos, la ley se vuelve casi un cuerpo que puedo palpar. Los Bienes de Interés Cultural (BIC), definidos en los artículos 13 a 17, son más que clasificaciones; son decisiones que distinguen lo verdaderamente excepcional de lo que, aunque valioso, no alcanza la categoría de BIC. El preámbulo deja entrever la intención de que esta figura no se diluya, de que los bienes designados sean sostenidos y reconocidos con la atención que merecen.

El artículo 15 establece competencias de inspección para la Administración autonómica sobre cabildos y ayuntamientos, así como la subrogación en derechos de tanteo, retracto y expropiación si las administraciones locales no actúan. La ley se convierte en un guardián que interviene donde otros no lo hacen, asegurando que la memoria no quede desprotegida. Es un gesto de responsabilidad: reconocer que nombrar no basta, que proteger requiere acción, seguimiento y constancia.

Uno podría pensar que la Ley 11/2019 nos entrega un manual quirúrgico, una guía paso a paso para levantar un expediente de Bien de Interés Cultural. Pero la ley no opera así. En realidad, lo que ofrece es otra cosa: el armazón mínimo para que el procedimiento no se deshaga y, al mismo tiempo, la libertad suficiente para que cada caso respire con su propio ritmo. En los artículos mencionados, la ley delimita el territorio: dice quién puede iniciar un expediente, quién debe instruirlo, qué informes son obligatorios, cómo se abre la información pública, qué efectos cautelares nacen en el instante mismo de la incoación y cómo se resuelve y se publica la declaración final. Es, en cierto modo, la columna vertebral. Sin ella, el proceso sería puro desorden, un gesto administrativo sin sujeción. Pero más allá de esa columna, el cuerpo queda abierto: la ley no fija cómo debe redactarse la memoria histórica, ni qué estructura han de seguir los anexos, ni qué metodología deben emplear los técnicos para justificar la singularidad del bien. No impone la longitud del informe, ni dicta cómo se levanta la cartografía, ni prescribe el orden en que han de presentarse los datos. Es ahí donde aparece la parte más humana —y más vulnerable— del procedimiento: la técnica que no está escrita pero que ejerce.

Los expediente BIC viven entre dos aguas: por un lado, el procedimiento rígido, que no admite improvisaciones; por otro, la metodología flexible con la que cada técnico, cada equipo, cada administración, aporta su forma de mirar y de documentar el bien. La ley, que a veces parece fría, aquí se vuelve honesta: sabe que no puede capturar la complejidad de un paisaje cultural ni de un garrote que cambia de manos con un formulario. Por eso fija el marco y deja la puerta abierta.


IV. El sistema nervioso


Los instrumentos de protección, descritos en los artículos 18 a 27, incluyen inventarios, planes de conservación, planes especiales de protección y zonas de especial protección. Cada inventario es un mapa de memoria: señala dónde se encuentra la historia, quién la habita, qué gestos la sostienen. La ley articula todo esto con precisión administrativa pero en el fondo es humana: proteger gestos, sonidos, oficios y tradiciones.

El Consejo del Patrimonio Cultural de Canarias (artículos 28 a 32) se configura como órgano asesor y consultivo, máximo representante de coordinación institucional. Su función es armonizar políticas, facilitar comunicación y fomentar programas de actuación. Mientras que las comisiones insulares y los consejos municipales tienen perfil técnico, el Consejo es, quizás, más político y regional. La ley reconoce que proteger la memoria requiere tanto de la mirada estratégica como del conocimiento cotidiano de quienes saben cómo se cuida un bien, un paisaje o un oficio.


V. El metabolismo


Los artículos 33 a 38 establecen procedimientos de declaración de BIC, su tramitación, caducidad y recursos. La ley busca eficiencia, simplificación y claridad, evitando dilaciones innecesarias. Cada paso no es solo administrativo, sino un cuidado delicado de la memoria: la tramitación eficiente protege los bienes de la desidia, de la inacción, del olvido.

La protección del patrimonio inmaterial, contemplada en los artículos 39 a 45, pone el acento en lo que no se toca: cantos, danzas, rituales, oficios y saberes que dependen de la comunidad para sobrevivir. La ley reconoce la fragilidad de estas manifestaciones y busca garantizar su continuidad mediante inventario, transmisión, reconocimiento y apoyo institucional. Cada artículo es un recordatorio: el patrimonio vive donde se enseña, se repite y se práctica, no solo donde se conserva en vitrinas o archivos.

VI. El sistema inmunitario 

El régimen sancionador y la inspección (artículos 46 a 50) son la advertencia de la ley: proteger requiere vigilancia, y la memoria puede perderse por negligencia o abandono. Las sanciones son instrumentos de cuidado, recordatorios de que cada gesto cuenta, que cada acción puede contribuir a la preservación o al deterioro. La ley reconoce así la responsabilidad de todos los actores: administraciones, comunidades y ciudadanos.

El preámbulo y los artículos finales subrayan los principios constitucionales: necesidad, eficacia, proporcionalidad, seguridad jurídica, transparencia y eficiencia. Cada principio es un gesto de respeto hacia la memoria: la ley impone solo lo necesario, armoniza con el ordenamiento, genera certidumbre y fomenta participación. La ley respira con quienes la practican; cada artículo es un puente entre la norma y la vida real.

Los derechos de acceso y disfrute del patrimonio cultural se encuentran entrelazados con obligaciones de conservación. No basta con visitar, hay que cuidar; no basta con observar, hay que mantener vivos los gestos que la historia depositó en las manos de los isleños. La ley crea un marco que permite que los museos, archivos, bibliotecas, plazas, talleres y patios continúen siendo espacios de vida y memoria, no simples depósitos.


VII. Pulmones y corazón

Hay un punto, oculto entre los párrafos solemnes de la ley, en que uno siente que el legislador deja de enumerar categorías y detiene el paso. Como si, de pronto, recordara que todo lo verdaderamente frágil de un pueblo no se sostiene con normas, sino con cuerpos. Y entonces aparece esa parte que intenta dar forma jurídica a lo que vive en la sombra de las prácticas cotidianas: el patrimonio cultural inmaterial. La ley lo define como un conjunto de usos, expresiones, técnicas y saberes compartidos. Pero lo fundamental no está en esa lista, sino en aquello que late debajo: este patrimonio solo existe porque hay comunidades que lo reconocen como suyo, que lo practican, lo enseñan, lo recrean. Son las comunidades portadoras.

La ley habla de voces: de la manera particular en que nombramos el mundo en estas islas, de los giros que arrastran salitre y memoria, del silbo que atraviesa barrancos como si la ladera misma respirara. Habla de la oralidad, de las narraciones que se repiten para no morir, de las décimas que dan vueltas como un molino de agua, de los refranes que funcionan como pequeñas brújulas. Pero ninguna de esas manifestaciones se mantiene en pie por sí sola: todas viven porque alguien las sigue diciendo, alguien que pertenece a una comunidad que no ha renunciado a su manera de estar en el mundo.

Habla también de los nombres de los lugares. La toponimia es presentada como si fuera una simple herramienta geográfica. Pero debajo de cada nombre hay un gesto: el acto de nombrar es un acto de pertenencia y solo las comunidades portadoras saben por qué un barranco se llama como se llama, por qué una ladera conserva un término antiguo, por qué algunos topónimos aborígenes, aunque ya no se usen, siguen latiendo bajo la señalética moderna. La ley recorre, con un tono casi inventarial, las fiestas, los juegos, los oficios artesanales, las técnicas cotidianas que sobreviven al paso del tiempo. Enumera la gastronomía, la medicina popular, las formas de socialización que nacen sin reglamentos.  Pero esa enumeración —útil, necesaria, incompleta por naturaleza— solo tiene sentido a la luz de su protagonista silencioso: las comunidades portadoras, que son quienes mantienen vivo lo que, de otro modo, se desvanecería. La ley lo reconoce con una claridad que casi sorprende: no hay salvaguarda posible sin participación; no hay gestión legítima sin escuchar a quienes practican; no hay conservación que pueda imponerse desde arriba. El patrimonio inmaterial es dinámico, mutable, vivo, y esa vitalidad no está en los despachos, sino en las manos y en las voces que lo reformulan día tras día.

La protección que establece la ley intenta, con la mejor intención, dar estabilidad a lo que se mueve. Habla de inventarios, de registros estables, de la necesidad de documentar para evitar que un gesto, una palabra o un ritmo desaparezcan en silencio. Las administraciones se obligan a promover estudios, recopilar datos, proteger, difundir. Los medios públicos, a cuidar y reflejar la lengua que nos nombra. Todo eso es valioso, pero es secundario. Lo primario —y la ley lo subraya sin estridencias— es que ninguna intervención puede hacerse sin contar con quienes forman parte orgánica de ese patrimonio. 

Aquí la ley casi parece tener un destello de lucidez poética: reconoce que el patrimonio inmaterial se pierde cuando deja de practicarse, no cuando deja de catalogarse. La ley, con toda su estructura administrativa, parece entenderlo. Y por eso, al final, lo que se protege no es un conjunto de manifestaciones dispersas, sino el tejido humano que las sostiene. Ese tejido que no se ve, pero que une generaciones, barrios, familias, prácticas, improvisaciones, silencios.


VIII. UNA LEY COMO CUERPO QUE NO QUIERE MORIR


En el preámbulo se reconoce también la participación ciudadana y la consulta pública, un acto de democracia que refleja la idea de que proteger la memoria es responsabilidad colectiva. Antes de aprobar la norma, se recabó opinión de sujetos y organizaciones representativas, de ciudadanos y expertos, asegurando que la ley no fuera un mandato impuesto desde arriba, sino un diálogo con quienes viven y sostienen la cultura.

Y la ley, en uno de sus pliegues finales, desliza una verdad incómoda que casi siempre pasa desapercibida: sin recursos, todo lo anterior —cada declaración solemne, cada mandato protector, cada artículo construido con la delicadeza de quien disecciona un bien frágil— se queda en un gesto vacío. Por eso aparece esa disposición adicional que, más que un remate administrativo, parece un recordatorio que alguien se negó a dejar fuera: si no hay presupuesto, no hay patrimonio. Dice, en esencia, que los Presupuestos de la Comunidad Autónoma deberán incluir la dotación necesaria para cumplir con lo que la propia ley exige. Dicho así podría sonar a obviedad, pero todos sabemos que las obviedades se escriben cuando conviene blindar lo que la realidad tiende a erosionar. Los legisladores, quizá sin pretenderlo, dejaron en estas líneas la confesión de un miedo antiguo: el de que el papel aguante más que los compromisos.

Al final, esta disposición es un recordatorio de que proteger un legado no es un gesto poético ni un acto ceremonial: es un trabajo concreto, cotidiano y caro. Y aquí la ley se pone seria, casi humilde, como quien reconoce que sin manos suficientes, sin formación adecuada y sin financiación estable, todo lo demás —los inventarios, los planes, las declaraciones solemnes— se convertiría en un mapa sin territorio.

Al recorrer la Ley 11/2019, se percibe su naturaleza dual: técnica y poética, administrativa y humana. Cada artículo es un órgano que cumple su función, pero todos dependen de la misma fuerza: la práctica cotidiana, la transmisión intergeneracional, la vida que se despliega en patios, barrancos y plazas. La memoria se sostiene con actos concretos, con gestos repetidos, con la atención diaria. La ley garantiza el marco, pero es la comunidad quien da vida al patrimonio.

Cierro la Ley y siento que he leído un cuerpo vivo, que respira, late y observa. La Ley 11/2019 no es solo un instrumento administrativo; es un pacto con el tiempo, un gesto de cuidado hacia la memoria, un puente entre generaciones. Su preámbulo y artículos me recuerdan que proteger lo que respira es un acto colectivo, un compromiso ético que une pasado, presente y futuro. Y, sobre todo, me enseñan que la historia de Canarias no se encuentra en los papeles, sino en los gestos, oficios, cantos y aprendizajes que la mantienen viva. Quizá por eso, al cerrar el documento, tengo la impresión de que no soy yo quien deja la ley sobre la mesa, sino que es ella quien me deja a mí frente al espejo. Porque cada una de sus páginas parece susurrar lo mismo: que la memoria no se preserva sola, que la cultura no se sostiene en vitrinas, que el patrimonio no se hereda como un objeto, sino como un deber. Y que, si no lo atendemos entre todos —instituciones, comunidades portadoras, personas que practican y transmiten lo que somos—, entonces lo que desaparecerá no serán los bienes, sino nuestra capacidad de reconocernos.

Ya lo dijo el preámbulo sin atreverse a decirlo del todo: el patrimonio cultural solo vive si quienes lo habitan siguen respirando dentro de él. De ahí que esta autopsia no cierre un cadáver sino que abre una responsabilidad. Porque lo vivo no se protege con bisturí sino con presencia. Y porque, aunque el texto legal intente ordenar el mundo, solo las comunidades que lo sostienen pueden salvarlo de verdad.


para hierbolario.blogspot.com

Eduardo González 





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