Afinar el aire
Afinar el aire
El sonido le llegó antes que la imagen. Un silbido cantarín subió desde la calle hasta la azotea como si alguien estuviera llamando desde abajo. Apenas tardó en reconocerlo, los segundos justos para bajar con un cuchillo en una mano y la pequeña cámara de fotos en la otra.
El hombre que hace chiflar el aire trabaja de perfil al mundo, como si supiera que lo importante ocurre siempre en sus márgenes. No levanta la vista cuando recibe la hoja de metal. La toma con la naturalidad con que se aceptan las cosas necesarias. Entonces el pie empuja y la rueda responde. No hay enchufes ni botones: la energía sube desde el gemelo, atraviesa el eje y enciende la piedra. Pero ahí, en ese artilugio verde que parece rescatado de otro siglo, alguien sostiene el tiempo con el mismo gesto con que tensa una correa. Cada vuelta de pedal devuelve a las cosas su filo, como se devuelve el desgaste a los días que avanzan. Este oficio no hace ruido de progreso: produce un zumbido que obliga a inclinarse, a atender el punto exacto en que piedra y metal se encuentran. Y en esa atención hay algo que se parece mucho a la dignidad: seguir haciendo girar la rueda aunque el mundo haya decidido correr por otro lado.
Cuando termina, limpia el cuchillo con un trapo que ya no sabe de colores. Se lo devuelve a su dueño como si le devolviera también una parte del gesto. No hay más palabras que unas monedas. Basta el filo recuperado, la prueba mínima de que todavía es posible que las cosas recuperen su forma exacta. Y la fotografía queda para después, sin capturar el sonido ni el esfuerzo. Si acaso la postura de un cuerpo inclinado, de un pie insistente, de una rueda que gira. Lo demás —el acuerdo, la música, la paciencia— no entra en el encuadre. Pero permanece, como permanece el eco de ese silbido cuando la calle vuelve a parecer normal y uno sube otra vez las escaleras con la sensación de haber asistido a algo que no debería perderse.
Afuera, cuesta abajo, un hombre se aleja silbando mientras empuja un carro verde sobre una rueda grande.
Eduardo González

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