AMURGA, desde el llano
AMURGA, desde el llano
Que fue en el llano donde les empezó la cumbre. De vez en cuando aquellos chiquillos abandonarían sus juegos de cañas y corchos y, dándole la espalda al mar, mirarían para dentro, para la isla. Entonces, la visión que ante sus ojos se abría era la de un largo y extenso llano al que un lejano soco de montañas lo separaba del cielo. Y era en ese cielo claro y azul donde veían caminar al sol: un sol inmensamente amarillo que enmorenaba sus pieles pobremente cubiertas por escasas ropas; un sol que al atardecer perdía su horizonte por aquellas montañas que siempre estaban ahí y que, de alguna manera temerosa, sobrecogían sus corazones infantiles puesto que eran ellas las que precipitaban la noche, esa oscuridad inminente donde acababa su tiempo de luz y juegos.
Sin embargo, aquellas montañas que les apagaban el día eran también las que les encendían la imaginación. Intuían que desde allí tendrían que nacer los barrancos más profundos y los secretos nunca contados. Y en ese allí desconocido dormirían también los vientos antes de que los despertara el sol para bajar apresuradamente hasta el llano. Para esos chiquillos, Amurga era como un animal gigante que respiraba lentamente, pareciendo acercarse a ratos mientras en otros retrocedía, como si de un juego de esconderse y aparecer se tratara.
El tiempo y el tanto mirar les enseñó a reconocer los cambios en su silueta. Así, en las mañanas de alisio nocturno, su lomo parecía más claro y limpio, como si alguien lo hubiese lavado y cepillado durante la noche. En cambio, los días que amanecían en calma, este se difuminaba en un amarillo polvoriento que confundía horizonte y piedras. Y cuando las nubes venían bajas, la cumbre más alta desaparecía en un misterio suspendido en el cielo que los inquietaba aún más que la oscuridad.
Pero lo que jamás cambiaba era la sensación de que aquel soco, por remoto que pareciera, formaba parte de ellos. Desde el llano lo miraban con respeto, con una mezcla de miedo y pertenencia, pero sabiendo que algún día subirían hasta él, que tendrían que enfrentarse a sus profundidades y a sus silencios. Y que solo entonces entenderían por qué los mayores hablaban de la cumbre con esas palabras que les resultaban tan difíciles de escoger.
Fueron años más tarde cuando Paco Betancor —Francisco Pérez Betancor— las pintara en una pared: un enorme mural de pies gigantes que parecían caminar hacia ellas. Más tarde se construyó un edificio que las tapó. Pero ahí, detrás, aún continúan: escondidas y precipitando la noche, esa oscuridad intermitente que le arrebató claridad y pulso al amigo y estimado Paco. Y que dejó sus colores en pausa, esperando volver a los pinceles.
Y mientras tanto, él empuja su incesante caminar día tras día sobre baldosas que cubren, inmisericordes con su dolencia, un tantas veces reasfaltado llano.
desde hierbolario.blogspot.com
para Paco Betancor,
de Eduardo González

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