Viento para la sal


 Viento para la sal

No sé si se trataba de viento para la sal o de sal para no olvidar el viento. Tal vez fueran la misma cosa y ya no lo sepamos. Porque hubo un tiempo en que ambos tuvieron que hermanarse para poder existir: el viento para mover el agua y la sal para conservar el tiempo; el uno para empujar la vida y la otra para impedir que ésta la deshiciera del todo. Cuando esa alianza se rompe desaparecen también las razones que los mantuvieron en pie.

“El Molino de La Baja”, en Pozo Izquierdo, ya hace años que no está. No cayó por el viento ni se lo llevó el tiempo. Desapareció porque nadie consideró necesario que siguiera ahí. Los temporales de olas y mareas hicieron el resto con el que se estableció un silencioso y absoluto acuerdo: donde antes el viento encontraba un cuerpo que lo hacía visible ahora solo queda el aire que pasa.

El niño que había nacido en una zona ventosa de esta Gran Canaria —que fabrica intemperies y carácter— aprendió desde muy pronto que el viento no es solo un fenómeno natural, sino una forma de estar en el mundo: que empuja, incomoda y obliga a inclinarse. O a resistir. Aquel molino formaba parte de ese aprendizaje aunque entonces no se dijera nada de esto. No era solo un ingenio construido en madera: era una manera de relacionarse con el territorio, con la escasez y con la espera.

Con el tiempo comprendió que su desaparición no era un hecho aislado: era un síntoma de una diarrea que deshidrataba la propia esencia. Cuando se borra un molino se borra también una forma de nombrarnos. Por eso intentó recuperarlo mediante un dibujo. No como ejercicio estético ni como nostalgia, sino como gesto de memoria. Dibujar era decir que esto existió, que esto nos sostuvo, que esto también somos. Pensó que ese trazo podría convertirse en una escultura, en un mural o en una señal pública que dejara constancia de una identidad compartida con otros. Pero no encontró eco alguno. Los recuerdos, una vez más, resultaron incómodos.



No hubo un rechazo explícito, que habría sido al menos una forma de diálogo. Hubo silencio. Ese silencio administrativo y social que actúa como una segunda desaparición. Porque no basta con que algo haya existido: también hay que querer recordarlo. Y ahí es donde fallamos como comunidad.

Ahora él sabe que el molino no volverá. Y se refugia bajo metros de arena —tierra adentro— que le permiten escribir estas palabras. Desde ahí entiende que el viento sigue pasando aunque sean otras aspas eléctricas las que lo nombran: ahora la sal ya no conserva nada más que una tensión alterna, continuamente alta.

Tal vez el dibujo baste. Tal vez ese gesto mínimo sea ya una forma de resistencia. Sal sobre el papel para que el viento no se lleve del todo lo que fuimos. Porque una identidad que no se cuida acaba desapareciendo del mismo modo que aquel molino: sin estruendo, sin duelo y sin que nadie parezca echarla en falta.


para hierbolario.blogspot.com

Eduardo González

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